Montesquieu, filósofo y jurista, afirmaba: “Todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”. Por otro lado, a partir del trabajo de Philip Zimbardo, psicólogo social, podría decirse con certeza que el origen del mal es el ejercicio del poder sin límites ni supervisión. Así, cada día importan menos las intenciones del presidente Bukele y su gabinete, sean buenas o malas; lo relevante, llegado este punto, es que, como grupo, parecen haber iniciado una vertiginosa caída sobre “la pendiente resbaladiza de la maldad”, en palabras de Zimbardo en su libro El efecto Lucifer.
Según ese académico, la “pendiente” que conduce a la maldad está “engrasada” por una serie de procesos psicosociales, entre los cuales figuran: 1) dar un primer paso atrevido sin pensarlo (el del 9F, por ejemplo); 2) la desindividuación (construyendo colectivamente el “personaje” de presidente cool y desdibujando la “persona” de Nayib Bukele); 3) la difusión de la responsabilidad personal (cuando se actúa en nombre del “pueblo” o, peor aún, de “Dios”); 4) la obediencia ciega a la autoridad (por parte de su equipo de trabajo y sus seguidores); 5) la deshumanización de los otros (por la vía de denigrar con epítetos o estereotipos y acosar a quienes critican al Ejecutivo); 6) la autojustificación y racionalización (por medio del desconocimiento o menosprecio de toda evidencia y argumentación que les contradigan), y 7) la pasividad o inacción (al consentir, con cuestionable flexibilidad ética, cualquier acción gubernamental). Lo delicado es que, una vez se toma esa lisa “pendiente”, suele pesar más la fuerza de la situación que la entereza individual; y, casi sin advertirlo, hasta los más justos se pueden transformar en pecadores.
Se comprende que, por lo general, este cuadro está acompañado del autoconcepto de ser víctima de algo o alguien. En consecuencia, el sentimiento de animadversión se orienta, en principio, hacia la fuente del daño sufrido, real o imaginario. Nadie puede ignorar que el presidente Bukele ha sido maltratado por las cúpulas de los partidos políticos tradicionales, y ante los ojos de la población. Para el caso, es obvio que hicieron todo lo posible, legal e ilegalmente, para impedir que él se inscribiese como candidato y participara en los comicios presidenciales de 2019. Inescrupuloso, bajo y censurable comportamiento, a todas luces.
Desde la perspectiva emocional, la maldad y la violencia se asocian al enojo o la ira. Citando a Carlos Fuentes: “Simplemente, considero que la política es la actuación pública de pasiones privadas”. Al comienzo, se percibía que la “maldad” de Bukele se dirigía solo a la clase política. Los numerosos despidos a través de “decretuits” eran una expresión patente de esto. Muchos le aplaudieron. Con el tiempo, sin embargo, crecen los que callan o reclaman. Los adversarios se van ampliando y, por ende, van multiplicándose los que entran en el cajón de “los mismos de siempre” y de antibukelistas. Entre los potenciales criminales de lesa majestad, se incluyen a opositores políticos, medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil, universidades, gremiales empresariales, organismos internacionales, ciudadanos que no le dan la razón, etcétera. Y todo parece indicar que, gradualmente, se irán incorporando más y más actores tildados de detractores del presidente. El riesgo es que, en algún momento, ya no le interesará saber quién se las debe, sino quién se las paga. Frente a la ausencia de límites, habrá que preguntarse con miedo: “¿Seré yo, Señor?”.
No faltará quien sostenga que Nayib Bukele siempre fue “malo” (en el sentido lato del término) y que el poder, sencillamente, desnudó su naturaleza autoritaria y hasta dictatorial. En respuesta, otros aseverarán que él siempre fue “bueno”, y que lo sigue siendo, pero que las circunstancias lo han forzado a cambiar su genuino carácter demócrata y conciliador. Al margen de esa disquisición, Bukele y su séquito debiesen darse cuenta del referente o modelo en el que se están convirtiendo, de la perturbadora lección que le están dando a esta desequilibrada sociedad, la cual resulta demasiado cercana a la vieja sentencia atribuida a Nicolás Maquiavelo: “El fin justifica los medios”. Es una preocupante herencia, un triste legado.
El poder, en cierto modo, “emborracha” a los que lo ostentan. Todos los recientes expresidentes del país o sus equipos de confianza, sin excepción, se pusieron “borrachos”, tarde o temprano. Todos acabaron “ebrios”, terminaron siendo “malos”. Todos. Y quienes toleraron o taparon esas conductas en el pasado ahora son muy poco creíbles al acusar al presidente actual. Lucen como hipócritas y oportunistas, y con razón. Por tanto, los partidos y liderazgos políticos históricos tienen que evaluar bien cómo y cuándo hablar. Escucharlos defender el sistema democrático y la institucionalidad nacional es como ver a mareros repartiendo víveres a la gente pobre o dando discursos humanitarios sobre el respeto a la vida. Absurdo y ridículo. Y, en efecto, hay que apuntar que tampoco deberían criticar los excesos de mañana quienes celebran los de hoy. Cuando la justificación de las tropelías no sea la salud pública y una pandemia mundial, sino el derecho a la seguridad, a la educación, al orden, al turismo, al internet o a cualquier cosa, más les valdrá guardar silencio, por elemental coherencia. Un error no se corrige con otro error. Nunca.
No es la primera ocasión en la que se ve a un Gobierno caer en “la pendiente resbaladiza de la maldad”. Y seguramente no será la última. Esto no implica que la ciudadanía esté obligada a mirar en otra dirección, a la luz de la premisa fatalista de que esa realidad es inalterable. La búsqueda de consistencia moral y jurídica de los gobernantes debe ser monitoreada con atención por la sociedad civil consciente y organizada, como una causa estratégica, en su calidad de contrapeso y socio clave del Estado.
Para ello, con total honestidad intelectual, más allá del bukelismo y el antibukelismo, es preciso reconocer el notable apoyo popular que aún tiene el presidente. El electorado votó por Bukele, en buena medida, en virtud del rechazo a la tan desprestigiada clase política. Y él, como pocos, ha podido conectar con la sensación de indignación y hartazgo de la población. De hecho, muchas personas creen que está perfecto todo lo que está ocurriendo, porque se asume que “solo así entienden estos políticos impresentables y salvadoreños indisciplinados”. No obstante, es probable que los famosos porcentajes de 97 % de aprobación y 3 % de desaprobación no se mantengan iguales a la fecha, aunque la mera duda ofenda a los bukelistas.
Finalmente, un rol fundamental han de jugarlo los miembros del gabinete de gobierno. Siguiendo a Philip Zimbardo, de ese círculo tienen que surgir auténticos “héroes”. Para él, “los héroes son personas que actúan cuando la mayor parte de la gente no hace nada”. Como dijo Martin Luther King: “Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”. Alguien debiese tener la capacidad de decirle a Bukele, sin temor y con contundencia, que está deslizándose por una “pendiente” muy peligrosa. Si ya anda “borracho” de poder, no lo va a notar o va a negarlo. Quizás hasta pida el otro “trago”.
Se vuelve necesario recuperar la “sobriedad” y enderezar el rumbo, robusteciendo la cultura de la legalidad, la concertación, la convivencia social y la prudencia. Es indispensable imponer con vigor las normas y los procedimientos de la democracia, incluyendo aspectos básicos como la separación o división de poderes, al estilo de Montesquieu. De lo contrario, sin vacilación, el presidente entrará en los libros de historia con gran protagonismo, pero por los motivos más equivocados e indeseables.
*Luis Enrique Amaya es consultor internacional e investigador en materia de seguridad ciudadana, asesor de organismos multilaterales y agencias de cooperación internacional, experto en análisis y gestión de políticas públicas de seguridad basadas en evidencia.